Miguel Delibes y 'El camino': Todos estamos perdonados

Treinta años tenía Miguel Delibes cuando Destino publicó El camino, en 1950. Era su tercera novela, después de haber ganado el Nadal en 1947 con La sombra del ciprés es alargada, y de publicar en 1949 uno de sus pocos títulos que pueden considerarse fallidos, Aún es de día. Tan solo treinta años. Bien es cierto que los treinta de la España de 1950 no equivalen a los treinta de la España de 2019, cuando escribo este prólogo e intento comprender qué significa El camino para mi generación y mi época. En 1950, Miguel Delibes era ya todo un señor de Valladolid, casado, con dos hijos y una posición desahogada como catedrático en la Escuela de Comercio. Tenía lo que se dice la vida resuelta, y la literatura ni siquiera era para él una ambición poderosa. Dejó dicho a menudo que, si no hubiese ganado el Nadal, se habría dedicado a otras cosas. Fue el galardón lo que le convenció de que merecía la pena comprobar si era capaz de escribir un puñado de buenos libros. Demos gracias, pues, al jurado del premio de 1947 por encaminar y forjar a uno de los escritores fundamentales de las letras hispánicas.

Aquel Delibes vallisoletano, hombre de familia de aficiones campestres, no parecía alguien llamado a transformar ninguna escena literaria. Sin estar poseído por fiebre bohemia alguna, sin el menor deseo de malvivir en buhardillas de Madrid ni de trasnochar en el Café Gijón, completamente desconectado de parnasos y parnasillos, tenía, en cambio, una autoconciencia tan poderosa como discreta. Se echó a escribir como se echaba a andar de madrugada cuando salía a cazar: con decisión, pero sin expectativas de cobrarse piezas.

Tal vez por eso sus primeros libros hablan de la falta de ambición, de los horizontes cerrados e, incluso, de encastillarse o enclaustrarse, como los místicos del Siglo de Oro. La sombra del ciprés es alargada alude desde su título a la muerte, con esos árboles propios de los cementerios. Un tema y una novela raros para un joven de veintisiete años que, al parecer, no había escrito nada aún —hoy sabemos que tenía algún cuento en el cajón— y que manifestaba una inclinación tanática muy inquietante. En La sombra del ciprés es alargada se adivinaba ya a un autor madurísimo, con una visión fatídica y compleja de la existencia que tal vez fuera habitual en una generación cuya adolescencia había sido marcada por la guerra, pero que, leída hoy, sorprende y asusta: ¿qué joven de veintisiete años del siglo XXI sería capaz de concebir un libro como ése?

Aún es de día es un escollo normal en la carrera de cualquier autor primerizo. Tras el éxito del Nadal, Delibes sintió la responsabilidad de escribir en serio, y esa presión agosta los talentos más firmes. Son muy pocos los autores que sobreviven a un éxito temprano: los triunfos matan más carreras que los fracasos. Técnicamente, Aún es de día no es un mal libro, pero se nota que está escrito para impresionar, por eso suena impostado, como ejercicios de gimnasia. Lo magnífico es que, tras aquella novela floja y afectada, el joven Miguel comprendió qué tipo de escritor quería ser. O, simplemente, comprendió que para ser escritor no bastaba, ni mucho menos, escribir bien ni tener pericia u oficio. Tras releerse y no reconocerse, supo que la única forma de escribir era comprometerse con el texto de una forma simbiótica, mucho más allá de cualquier formalismo o tecnicismo. Dicho en palabras delibesianas:

«Me despojé por primera vez de lo postizo y salí a cuerpo limpio». Fue una revelación, tal vez sucedida en Cantabria durante unas vacaciones, y gracias a ella Miguel Delibes pasó de ser un buen escritor a ser un escritor genial e insoslayable. Si aquel joven de Valladolid no hubiera sido tan meticuloso, tan humilde y tan consciente de sus limitaciones artísticas —y, por tanto, de sus posibilidades—, hoy yo no estaría escribiendo este prólogo y su nombre sería uno más de los que los especialistas enumeran en las listas de escritores olvidados.

Lo digo ya, y así me ahorro repetirlo más veces: El camino es una obra maestra. Y, como todas las obras maestras, su escritura es fruto de una paradoja que mezcla decisión e inconsciencia. Delibes sabe y no sabe lo que hace. Domina y se pierde simultáneamente. Como la novela fue un éxito desde su misma aparición, agotando ediciones una detrás de otra y convirtiéndose muy pronto en texto de referencia académica —aunque la adaptación al cine llegó un poco más tarde, en 1963—, forma parte ya del paisaje cultural español y ha devenido, para varias generaciones de escolares, un lugar común. Por eso hay que deconstruirla. Hay que retirar uno a uno todos los ladrillos del edificio que se ha levantado en torno al libro para leerlo como es y no como los profesores y los críticos nos han dicho que es.

En El camino está ya todo el Delibes posterior. Aunque su obra será larga y se moverá entre la crónica más austera, la confesión diarista más íntima y la novela más vanguardista (porque ese señor formal y conservador de Valladolid esconde uno de los autores más rompedores y audaces que ha conocido España), El camino contiene todo lo que su literatura será después. Aquí está ya insinuado el Delibes social de Las ratas o Los santos inocentes, el triste y solitario de La hoja roja o Cinco horas con Mario, el paisajista antropólogo de Castilla, lo castellano y los castellanos e incluso el político de Las guerras de nuestros antepasados o el socarrón de El disputado voto del señor Cayo. Aunque parece la más convencional de sus novelas —salvando la de su debut, que es mucho más deudora del realismo del XIX—, leer El camino hoy, con la perspectiva que da conocer la evolución completa de su autor, es asombroso porque muestra a un escritor completamente hecho, que se ha saltado todo el período de aprendizaje que vaticinaba su novela anterior. Si Delibes fuera un guitarrista de blues del Misisipi, se diría que hizo un pacto con el diablo. Y seguramente fue así: algún Mefistófeles le fue a visitar en sus vacaciones cántabras y le ofreció el don de la genialidad a cambio de nunca sabremos qué, porque entre el Delibes de Aún es de día y el de El camino nadie diría que ha pasado menos de un año. Parecen, de hecho, dos escritores distintos.

A menudo se interpreta El camino como una evocación nostálgica de un mundo en riesgo de extinción. El contexto histórico alimenta esa lectura, claro. En 1950 está a punto de suceder el último gran éxodo rural, y Daniel, el Mochuelo, proyecta la infancia de millones de españoles que marcharon a la ciudad, a menudo de mala gana, para no volver jamás a disfrutar de esa libertad salvaje y hermosísima. Pero yo no creo que Delibes pensase su libro como el testimonio de un hoy que se funde en ayer. Es fácil y, hasta cierto punto, inevitable leerlo así, pero El camino está sorprendentemente despojado de paisajismo y de descripciones. El pueblo, que nunca se nombra —aunque aparecen muchos topónimos de accidentes naturales que existen en el mapa real, como el Pico Rando, la Poza del Inglés o la corriente de El Chorro—, apenas tiene densidad poética y, en realidad, es mero sostén de la acción narrativa. En El camino pasan muchas cosas y muy deprisa, es una novela de anécdotas y sucesos, no de contemplación y remanso, y el narrador apenas se entretiene en consideraciones botánicas o faunísticas. Cuando lo hace, siempre es con pulso y utilitarismo: el paisaje está para decir algo de los personajes, no invade el texto por méritos propios.

La atención está concentrada radicalmente en los personajes, que son de una redondez definitiva. No solo en el caso del protagonista, Daniel, el Mochuelo, sino en todo el dramatis personae: hasta los secundarios menos dibujados, como el padre de Daniel, el herrero o don Moisés, aparecen con una viveza emocionante y carnalísima. Es en los personajes y sus rasgos donde la prosa de Delibes se hace poesía, casi nunca en los paisajes, donde es deliberadamente más ramplona, para que la belleza natural no eclipse la belleza humana. La piel es más importante que la hierba: «Un hombre sin cicatriz era, a su ver, como una niña buena y obediente. Él no quería una cicatriz de guerra ni ninguna gollería: se conformaba con una cicatriz de accidente o de lo que fuese, pero una cicatriz».

No solo el Mochuelo ansía cicatrices que demuestren que ha vivido, que no está virgen, que reprime algo temible y misterioso dentro de sí. Todos los personajes tienen rasgos físicos que delatan y resumen sus vidas: las uñas negras del padre quesero, los brazos fuertes y la cara roja de borracho del herrero, la blancura de cutis de las Guindillas, las calvas del Tiñoso y, sobre todo, las pecas de la Mariuca-uca o la Uca-uca, una de las metáforas de la identidad más emocionantes del libro.

Daniel, el Mochuelo, en tanto que niño, se sabe invisible y busca su voz: «Intuía que los niños tienen ineluctablemente la culpa de todas aquellas cosas de las que no tiene la culpa nadie». Y también: «Los grandes raramente se percatan del dolor acerbo y sutil de los pequeños». El camino narra el empeño del Mochuelo y sus amigos por afirmarse, por hacerse notar y ver, por diferenciarse e individualizarse en un mundo donde son percibidos como parte de un magma amorfo llamado infancia.

Técnicamente, la novela es prodigiosa, como todas las de Delibes, con una relación natural y a la vez complejísima entre el tiempo de la narración y el tiempo narrado. En rigor, transcurre en una sola noche, la última que pasa el Mochuelo en el pueblo antes de ir a la ciudad a estudiar el bachillerato. En ese duermevela se evocan anécdotas en forma de cuentos encadenados que narran las vidas de muchos personajes del valle. Esto lleva a preguntarse quién es el narrador. La respuesta más socorrida, y sobre la que hay consenso, es que se trata de un falso narrador omnisciente que, en tercera persona, adopta el punto de vista del Mochuelo. El propio Delibes alimentó esta hipótesis cuando habló de la novela y contó cómo el Mochuelo era, en buena medida, una proyección de su yo infantil, que pasaba los veranos en Molledo (Cantabria), donde su familia tenía una casa —que sigue en pie— y donde descubrió los placeres del campo.

Sin embargo, no es el Mochuelo el personaje sobre el que se proyecta el Delibes adulto que escribe la novela a los treinta años en los ratos libres que le dejan su trabajo en la Escuela de Comercio y los niños pequeños que alborotan la casa. El Mochuelo es protagonista, pero creo que el narrador es el cura, don José, de quien se dice siempre, con esa comicidad austera tan delibesiana, que era un santo.

La mirada del narrador de El camino no es infantil ni ingenua. Al contrario: supura comprensión y una ironía suave que sólo puede adornar la voz de un adulto que comprende a fondo el alma humana y sabe reírse de ella. Y si hay un personaje en la novela que exuda humanismo y tolerancia, ése es el cura don José. Aunque tiene momentos caricaturescos, sobre todo en el episodio donde se compincha con la Guindilla mayor para montar un cine casto que promueva los valores cristianos y aleje a los vecinos del pueblo de los huertos y las riberas donde se manosean los domingos, don José es el personaje que más se parece al Delibes de 1950.

Intelectual y moralmente, Miguel Delibes era una rara avis en la España de posguerra. También lo habría sido en la de preguerra, pero allí hubiese encontrado alguna afinidad. Criado en una familia conservadora y católica, desarrolló una fe íntima y sincera que en nada se compadecía con las grandes efusiones del catolicismo público y que se acercaba más a las maneras reflexivas y meditabundas del protestantismo. Tal vez por eso su gran obra de senectud fue El hereje, centrada en un protestante vallisoletano en época de persecuciones religiosas, una figura moral con la que, inevitablemente, tenía que identificarse. Ya en 1950, Delibes debía de tener cierta conciencia de ser algo hereje. Políticamente, se definía como liberal, en una España donde los liberales acababan camuflándose de conservadores y donde el mismo término, asociado al siglo XIX y a la democracia republicana, era censurado por el régimen. Delibes era un liberal de laissez faire, convencido de que la vida de cada cual pertenece a cada cual. Compartía con cualquier demócrata la aversión a las viejas del visillo, al control social, a la delación y al espionaje del prójimo. Pero, a la vez, era un católico convencido. ¿Cómo armonizaba su fe intensa y sincera con el desprecio que le inspiraban la censura moral del púlpito y la hipocresía clerical y beatona? ¿Y cómo encajaba su conservadurismo social, que le llevaba a ser lo más alejado de un contestatario antifranquista, con su defensa de la libertad individual y de conciencia?

Don José contempla el mundo con lucidez y templanza. Salvo en el disparate del cine (que termina en fracaso, pues entiende que no puede controlar la voluptuosidad de los vecinos), se revela siempre como alguien sensato que comprende todas las flaquezas humanas y resopla ante la intolerancia beata de la Guindilla mayor, cuya persecución inclemente del pecado le espanta. Delibes usa un adjetivo hermosísimo para definir su actitud ante las debilidades ajenas: don José, a menudo, está «contristado».

Pero, sin duda, la marca textual más clara a favor de la hipótesis del don José narrador está en el propio título. El camino es una senda espiritual y vital, el destino que Dios tiene reservado a los personajes y que, mediante el libre albedrío, se puede aceptar o rechazar. Al Mochuelo le invade al final «una sensación muy vívida y clara de que tomaba un camino distinto del que el Señor le había marcado». Sólo alguien como don José, que vive intensamente la fe religiosa, puede contar la novela en esos términos catecumenales.

Una de las críticas que recibió la obra en su tiempo fue que defendía una tesis reaccionaria, al cultivar la nostalgia por la vida campestre en vez del progreso de la ciudad, y al interpretar la vida en el pueblo como la correcta y aprobada por Dios. En realidad, toda esta teología sólo es una manera poética de exponer algo casi imposible de entender en medio del pasional siglo XX: la aceptación plena e incondicional del otro. Paradójicamente, Delibes expresa su liberalismo moral con imágenes religiosas, pues la novela es un canto de un mundo que no se juzga. El pueblo del libro no tiene héroes ni villanos. «La felicidad —explica don José al Mochuelo— no está, en realidad, en lo más alto, en lo más grande, en lo más apetitoso, en lo más excelso; está en acomodar nuestros pasos al camino que el Señor nos ha señalado en la Tierra. Aunque sea humilde.»

¿Es esto un alegato por la resignación y el sometimiento? ¿Mera catequesis de baratillo? Si fuera sólo eso, la novela no habría trascendido su época y no habría penetrado en el imaginario de tantísimos lectores. Su fondo tiene que ser, por fuerza, mucho más complejo y profundo. Lo que nos sigue cautivando de la mirada sobre el pueblo y del pueblo mismo no es que retrate a un grupo de personajes subalternos y empequeñecidos por un destino mediocre que acatan sin rechistar. Lo que nos emociona es la comprensión que se demuestran unos a otros, la forma en la que viven y dejan vivir. Cómo el Manco salva a la Guindilla y cómo ésta le besa el muñón. Cómo la hija del indiano perdona a los niños que han entrado en su huerto para robarle manzanas y les dice que, cuando quieran fruta, se la pidan y no anden saltando la tapia.

¿Es eso un mensaje cristiano? Sin duda. Delibes es un católico sincero e intimista que cree por encima de todo en el perdón. Pero también hay una modernidad sutil y casi invisible, escrita a contracorriente de una época que se transformaba y quería transformaciones, en una España y una Europa que aún humeaban y tenían millones de cadáveres frescos y recién llorados. La guerra civil está presente en el libro: hay un muerto enterrado en un paraje y un tipo al que llaman el Sindiós, que ejerce un ateísmo furibundo que nadie censura y que cae simpático. En el vive y deja vivir de Delibes hay un espíritu liberal que lo emparenta con autores como George Orwell. Casi nadie, a derecha o a izquierda, quería vivir y dejar vivir en un tiempo de consignas y movilizaciones. Dejarse en paz, respetarse y comprenderse pueden ser actitudes que provengan de una educación cristiana, pero tienen un marcadísimo carácter liberal y siguen vigentes hoy como fundamento de una sociedad libre. El pueblo, por tanto, no es una reconstrucción arcaica y nostálgica, sino una utopía narrada desde la voz candorosa —pero bien conocedora de las flaquezas humanas— de un cura. Cuando terminen de disfrutar de esta novela (qué suerte, leerla por primera vez), no olviden que salió de la cabeza de un hombre de provincias de treinta años que apenas empezaba a vivir, y vuelvan entonces a maravillarse.

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